Llevo tiempo preguntándome acerca de la cultura del litigio que hay en España. Con esto me refiero a que, ante un conflicto, son muchas las personas que prefieren acudir al sistema judicial a perseverar en la negociación.
Muchos contestaran que lo intentaron todo, pero ante la
falta de actitud dialogante del otro, no les quedó otro remedio que tomar esa
decisión.
Ya hemos comentado aquí, que tenemos una nueva forma para
abordar los conflictos que se ratifica con la promulgación de la Ley de
Mediación en asuntos civiles y mercantiles. El mediador, a diferencia del
juez que dicta sentencia, interviene con la finalidad principal de ayudar a
restablecer el diálogo entre las personas y que, si así lo desean, puedan
llegar a acuerdos.
En otro
post, también se comentaron aquellas situaciones en las que podía ser más conveniente acudir a
un juicio o a una mediación.
Pero volvamos a la pregunta con la que iniciaba este texto
¿Por qué nuestra cultura es más proclive a delegar la solución de sus
conflictos a un tercero, en este caso un juez, antes que procurar llegar a una
solución acordada de forma conjunta? Confieso que me resulta difícil de
entender, cuando todos somos conscientes del daño emocional que se produce en
muchos casos, los tiempos de espera relacionados con el atasco de nuestros
tribunales, las consecuencias negativas que tiene en la relación futura, etc.
He tenido la suerte de ver una conferencia de Pilar Jericó de la que rescato dos
argumentos que me parecen claves para empezar a contestar esta pregunta.
El primero sería el miedo a la libertad. Esta cuestión que
trata Erich Fromm en su
libro del mismo título tiene que ver con el miedo a equivocarnos y tener que
asumir unas supuestas consecuencias negativas de nuestras decisiones. Es más
fácil culpar los demás de lo que nos ocurre que hacernos responsables de
nuestras vidas.
El segundo, que está muy relacionado con el anterior, es lo
que los teóricos llaman cultura afiliativa. Esto consiste en la importancia que
tiene para la cultura latina el sentimiento de pertenencia al grupo, que pasa
por no disentir de lo que dice el mismo. Hay un experimento llamado el efecto Asch que lo
explica bastante bien: Asch presentó dos cartulinas con unas líneas en cada
una, y les hizo una pregunta sencilla de la que la respuesta era obvia. Envío
fuera del aula a un alumno y pactó con el resto del grupo que cuando volviera
dijeran que la respuesta correcta era la otra. Cuando volvió a entrar el
alumno, todos empezaron a decir que la respuesta correcta era la A, cuando era
evidente que era la C, pero ante la presión del grupo, contestó A. Esta
respuesta afiliativa que está más presente, como decía antes, en la cultura
latina tiene que ver con el miedo al que dirán, con la vergüenza ajena, etc. Y
esto tiene una influencia directa en la falta de creatividad para solucionar
problemas, y no es que no seamos creativos, sino que a menudo nos da vergüenza
serlo. Y tiene también que ver con un exceso de exigencia que a menudo nos
impide hacer cosas, ante el riesgo de no ser perfectos, o el miedo a la
reprobación de los otros.
El miedo, como bien indica la conferenciante, es una
herramienta necesaria para la supervivencia. Pero si se impone hasta el punto
de paralizar nuestros actos, puede ser un enemigo.
Viktor Frankl,
superviviente de los campos de concentración nazi, decía que aún en la mayor
adversidad tenemos la libertad de decidir la actitud con la que vamos a vivir
lo que nos ha tocado vivir.
No puedo terminar sin antes dejaros estas páginas de Rubén
Garrido y Antonio Fernández, “Mi amigo el miedo”,
que narran de una forma sencilla la cuestión del miedo. Espero que disfrutéis
de ellas.