Que duda cabe que la mediación hace una propuesta a la sociedad para resolver sus conflictos “de buena fe”. En principio, quedaría descartada la mentira.
Estamos inmersos en una retórica cultural que predica que la
verdad de los hechos es irrelevante
frente a la verdad que imponen los sentimientos (cuando no la ingeniería
procesal). En la que la verdad se relativiza como si de un anuncio publicitario
se tratara. La razonada exposición de los argumentos es inútil y basta con ese “sentir”
que nos dice si algo es correcto o incorrecto, está bien o está mal. Donde a
cualquier forma de pensamiento lo llaman comerse el coco.
Todo esto conlleva un notable ahorro de trabajo personal. Y
frente a esta marea del sentir, la mediación exige un compromiso que va más
allá de la inteligencia, sin excluirla. Un proceso que requiere trabajo
personal y, ante todo, considerar al otro un interlocutor válido. Pero también,
aprender a manejarse en conversaciones que sin duda no son fáciles, y esto, en esta
cultura del sentir (que debería leerse como “sentirse bien”), a priori, puede
dar miedo, cuando no vergüenza.
Muchos países han sabido entender de algún modo esos miedos
y han impulsado la mediación mediante su “obligatoriedad” en determinados
procesos. Esa obligatoriedad se limita a una primera sesión informativa tras la
cual, los implicados pueden decidir libremente si siguen o no con el proceso de
mediación. En Gran Bretaña, por ejemplo, cuando alguno se negaba a asistir a
esa sesión informativa, aduciendo que estaba convencido de ganar el caso, los
jueces optaban por imponerles costas aunque ganaran el proceso. O en otros
países, se obliga a presentar junto con la demanda un escrito que asegure que
se ha intentado solucionar el conflicto por todos los medios, de que los
clientes han sido debidamente informados de la posibilidad de iniciar una
mediación, pero que tras agotar todas las vías se ven abocados a recurrir al
sistema judicial. No está de más recordar que es coactivamente como se han
impuesto muchas medidas que ahora nos parecen, a la mayoría, sensatas, como
puede ser el uso del cinturón de seguridad o evitar el consumo de alcohol cuando se conduce.
Los resultados de esa “obligatoriedad” de la mediación han
sido satisfactorios en todos los países en los que se ha implantado. No sólo
por el notable ahorro de recursos judiciales que son muy caros, ni por el significativo
porcentaje de acuerdos logrados en situaciones conflictivas, sino, sobre todo, por
la satisfacción que genera el proceso en los implicados. También es notable la
alta tasa de cumplimiento de los acuerdos que incide en el fomento de la
confianza entre las partes, de cara a posibles implicaciones en una relación
futura.
La mediación apuesta por minimizar el uso de la “fuerza y
apuesta por la equidad. ¿Te atreves?